martes, 12 de noviembre de 2013

¿Evolución?

Un saber enciclopédico el de Lewis Mumford y una lectura bien entretenida, aunque densa y prolija en detalle. Pero sobre todo, bien interesante para entender mejor el mundo en el que vivimos y como vamos llegando hasta el momento presente a lo largo de toda nuestra historia como seres humanos. Para eso, nada como sumergirse en las páginas de "El mito de la máquina", en las que explica el surgimiento y desarrollo de la primera máquina, aún a día de hoy insuperable a nivel de complejidad y efectivad: la "megamáquina", que en el Egipto y Babilonia antiguos estaba constituída por miles de "fragmentos" humanos al servicio de la gloria del faraón o rey, de sus ánsias de gloria y de ilusión de poder absoluto. Algo que por otro lado no deja de tener ecos en el momento actual si pensamos en adonde nos está llevando la ambición desaforada de algun@s. Por eso es tan importante revisar acontecimientos como la primera revuelta que marcó un cambio de época en Egipto:

"La primera revuelta contra el poder establecido puso del revés la pirámide de la  autoridad sobre la que se asentaba la megamáquina: las mujeres de los grandes hombres fueron obligadas a convertirse en sirvientas y prostitutas, según nos cuentan los papiros, y la gente común asumió posiciones de poder. «Los porteros dicen: "¡Vayamos a saquearlo todo...!". Cada hombre miraba a su hijo como a un enemigo   [...].   Los   nobles   se   lamentaban,   mientras   que   los   humildes   se regocijaban. El lodo cubría todo el país, y en verdad nadie llevaba blancas en aquel entonces sus vestiduras [...]. Los que construyeron las pirámides se han convertido en granjeros [...]. Y la provisión de grano se distribuía sobre la base del "¡a comer!"».

Es obvio que, a esas alturas, la realidad había roto el imponente muro teológico y derribado la estructura social. Durante algún tiempo, el mito cósmico y el poder centralizado se disolvieron, mientras que los jefes feudales, los grandes terratenientes,   los   gobernadores   regionales   y   los   consejos   vecinales   de   las aldeas y las pequeñas ciudades volvieron a poner en el altar a sus pequeños dioses   locales   y   se   hicieron   cargo   del   gobierno.   Difícilmente   habría   podido ocurrir   tal   cosa   si   no   se   hubieran   vuelto   ya   intolerables   las   torvas imposiciones de la monarquía, a pesar de los magníficos logros tecnológicos de la megamáquina.  


Lo que felizmente demostró esta primera revolución es algo que quizá necesitemos que hoy nos vuelvan a recordar: que ni la ingeniería ni las ciencias exactas están a prueba de la irracionalidad de quienes manejan el sistema, y ante todo, que hasta la más fuerte y eficaz de las megamáquinas puede ser derrocada y que los errores humanos no son inmortales. El colapso de la Era de las Pirámides demostró  que   la   megamáquina   se   basa   en   creencias   humanas   que   pueden desmoronarse,   en   decisiones   humanas   que   pueden   resultar   falibles,   y   en   el consentimiento humano, que puede suspenderse cuando queda desacreditada la magia que los  sostenía.  Las partes humanas que  componían la megamáquina eran, por naturaleza, mecánicamente imperfectas; nunca se podía confiar en ellas del todo. Hasta   que   pudieron   fabricarse   en   cantidad   suficiente   auténticas   máquinas   de madera y de metal para que ocupasen el lugar de la mayoría de los componentes humanos, la megamáquina seguiría siendo vulnerable."


Esta irracionalidad llevó a grandes dinastías a la desaparición. Pero al mismo tiempo, como ejemplo de resistencia a largo plazo, mientras los grandes imperios crecían y caían periódicamente, la comunidad judía que cara a cara se conformada en torno a la sinagoga. Quizás una clave a nunca olvidar de cara a la construcción de futuros habitables:


"(La sinagoga) estaba   libre   de   todas   las   demás   restricciones  religiosas   ligadas   a   dioses   territoriales,   a   un   sacerdocio   remoto   y   a   una  ciudad-capital, pues podía ser transplantada a cualquier parte, mientras que el  líder de tal comunidad, el rabino, era juez y erudito, más que un sacerdote  dependiente del poder real o municipal. Como la comunidad aldeana, la sinagoga  era   una   asociación   de   cara   a   cara;   se   mantenía   unida,   no   solo   por   la   mera  proximidad vecinal, ni por rituales practicados en común y un día especial que  había   que   observar,   sino   también   por   la   instrucción   regular   y   el   debate   en materia de costumbres, moral y leyes. Este último oficio intelectual, derivado ya de la ciudad, era lo que le faltaba a la cultura aldeana. 

(...)

Mediante   la   sinagoga,   la   comunidad   judía   recobró   la   autonomía   y  capacidad de reproducción que la aldea había perdido debido al desarrollo de  organizaciones políticas más amplias.

Este hecho explica no solo la milagrosa supervivencia de los judíos a pesar de  interminables siglos de persecución, sino también su distribución por todo el  mundo; y lo que es aún más significativo, muestra que esta modesta organización,  tan   desarmada   y   abierta   a   la   opresión   como   una   aldea,   pudo   mantenerse   como  núcleo   activo   de   una   cultura   intelectual   autárquica   durante   más   de   dos   mil  quinientos   años,   después   de   que   todas   las   formas   de   organización   de   mayor  envergadura, basadas exclusivamente en la fuerza, se hubieran desintegrado. La  sinagoga poseía una fortaleza interna y una persistencia de los que Estados e  imperios muy organizados, a pesar de sus instrumentos de coacción temporalmente eficaces, siempre carecieron.


A su vez, hay que admitir que la pequeña unidad comunal, en su forma judaica,  tenía serías debilidades. Para empezar, su premisa fundamental - la existencia  de una relación especial entre Abraham y Jehová, que convertía a los judíos en  el Pueblo Elegido - era tan presuntuosa como las pretensiones de divinidad de  los reyes. Tan desafortunado error impidió durante mucho tiempo que el ejemplo  de la sinagoga fuera imitado de manera más universal, y que sirviera, antes de  surgir la herejía cristiana, como medio para establecer una comunidad mucho más  universal. La exclusividad judía superó incluso a la de la tribu o la aldea,  donde al menos solía fomentarse el matrimonio con gentes de otros grupos. Pero,  a   pesar   de   esta   debilidad,   parece   evidente,   por   el   propio   antagonismo   que  despertaron   las   comunidades   judías,   que,   tanto   en   la   sinagoga   como   en   la  práctica estricta del Sabbath, que esta había descubierto un modo de obstruir el  funcionamiento de la megamáquina y desafiar sus infladas pretensiones.  

La hostilidad que constantemente suscitaron en los grandes Estados tanto los  judíos como los primeros cristianos, nos da la medida de la frustración que el  mero poder militar y la autoridad política «absoluta» experimentaron al tener  que lidiar con una pequeña comunidad que se mantenía unida por una fe común  tradicional,   ritos   inviolables   e   ideales   racionales.   El   poder   no   puede  prevalecer mucho tiempo a salvo que aquellos a quienes se le impone vean en él  alguna   razón   para   respetarlo   y   someterse.   Organizaciones   pequeñas   y  aparentemente   desvalidas,   pero   dotadas   de   fuerte   cohesión   interior   y   una  mentalidad propia, se han mostrado mucho más eficientes para socavar a largo  plazo el poder arbitrario que las mayores unidades militares, aunque solo sea  por lo difícil que es acosarlas y perseguirlas. Esto explica los esfuerzos de  todos los Estados soberanos a lo largo de la historia para restringir y suprimir  dichas organizaciones, ya fueran cultos mistéricos, o sociedades de ayuda mutua, iglesias,   gremios,   universidades   o   sindicatos.   Y   a   su   vez,   tal   antagonismo  sugiere   también   el   modo   en   que   podrán   ser   refrenadas   futuras   megamáquinas,  poniéndolas bajo algún tipo de autoridad racional y de control democrático."

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