viernes, 3 de octubre de 2014

Sólo desde abajo se puede construir la diversidad


Ahora que se están dando tantas iniciativas políticas que se venden como de nuevo cuño, merece la pena asomarse a recordar lo que nos han enseñado algunxs maestros de la construcción colectiva, como en este caso los zapatistas...




Profesora del Iteso y directora del documental Las preguntas del caracol / Investigadora de Ciesas, México 
El mes de agosto pasado marcó el 20 aniversario del primer acercamiento que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en el Estado de Chiapas, México, sostuvo con organizaciones y movimientos sociales. El encuentro entre una estructura político-militar rebelde con miles de civiles en medio de la selva Lacandona marcó un nuevo impulso político a la idea de que era posible existir al margen, tanto de la real politik de los partidos, como de los grupos cuyos orígenes se nutrían del vanguardismo marxista.

La Primera Declaración de la Selva Lacandona del EZLN fue la declaración de guerra de un pueblo que sufría el despojo de 500 años. Un pueblo que moría de hambre y enfermedades curables, sin un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, ni democracia, ni justicia, ni paz.

En la Segunda Decla­ra­ción de la Selva Lacan­dona, el interlocutor ya no era el Gobierno. En ella se invitaba a la sociedad civil a participar en el primero de muchos encuentros para pensar juntos una “nueva cultura política”. Más allá del contenido y los acuerdos lo­grados en aquella Convención Na­cional Democrá­ti­ca (CND), recordamos el evento por los principios de una ética propia del zapatismo y por las diversas formas de hacer política que convergían por primera vez en aquel recinto llamado Aguasca­lientes, cerca de la co­munidad indígena tojolabal de Gua­dalupe Tepeyac. El encuentro sintetizó la apuesta por la transformación social desvinculada del Estado y sus instituciones, a partir de procesos colectivos de diálogo, cuestionando el racismo que permea la sociedad mexicana y haciendo énfasis en el proceso mismo de la acción política. Estos imaginarios políticos tangibles nos interpelan desde hace dos décadas al inyectar un aire fresco en las recetas arraigadas de la izquierda ortodoxa del continente. Y al encontrar salidas novedosas al aparente callejón sin salida entre el llamado reformismo –léase una apuesta institucional– o la revolución –léase la vía armada–.

Veinte años después, la memoria del evento nos invita a preguntarnos sobre un desafío común para cualquier movimiento rebelde de largo aliento. ¿Cómo mantener el dinamismo activo y una capacidad de renovación que trasciende los límites enmarcados por su propio habitus? ¿En qué se podía transformar el zapatismo a dos décadas del levantamiento del 1 de enero de 1994, y a tres décadas del inicio de los procesos organizativos clandestinos en Chiapas?

Las posibilidades eran muchas. En Latinoamérica, después de un periodo prolongado de lucha, algunos movimientos sociales y organizaciones político-militares han optado por transformarse en partidos políticos para así intentar detonar cambios sociales mediante la vía institucional. Recordemos como ejemplo los casos de los sandinistas en Nicaragua o el M19 en Colombia. Sin embargo, el EZLN lleva al zapatismo hacia el vértigo de lo contrario.


La Escuelita

Encontramos la respuesta en dos decisiones políticas que se dan aparentemente como procesos paralelos, pero que convergen en sus efectos. La primera, la llamada Escuelita Zapatista, en la que los municipios autónomos zapatistas invitan a individuos comprometidos a conocer de cerca el quehacer político implícito en la vida ­cotidiana de las comunidades autónomas zapatistas. Van a la milpa, a cortar café, a preparar alimentos en el fogón, caminan por el monte y a la par, conversan con sus ‘maestros’ en un intercambio de teorizaciones políticas sobre su ejercicio. La Escuelita representa una apuesta por la transformación colectiva desde abajo y desde lo cotidiano, un aspecto pedagógico implícito en el quehacer político del zapatismo, un caminar preguntando como el principal impulso a seguir ampliando el sujeto político colectivo que podemos ­llegar a ser-haciendo.

La segunda respuesta fue la “muerte” de Marcos y su revelación como una ‘botarga’ construida para los medios de comunicación. El EZLN opta por silenciar su portavoz y darle una especie de muerte a su figura más emblemática, para cuestionar nuestra necesidad de caudillos carismáticos, para invitarnos a girar el oído hacia abajo, hacia cada uno de los habitantes de las comunidades y para mirarles de frente como lo que siempre han sido, una lucha indígena. Así, de la muerte de esa ‘botarga’ de piel blanca emerge el ahora Subcomandante indígena Moisés.

Reafirmación ética

En estas dos decisiones el EZLN rea­firma su ética política y apuesta por la interlocución con una generación de movimientos sociales que no buscan “ni dirigirles, ni someterse a ellos”. El EZLN no busca tomar el poder porque el poder de ejercer la acción política ya se tiene. El poder político de ‘arriba’ homogeneiza a los de ‘abajo’ como si todos fuéramos iguales, como si todos quisiéramos lo mismo, pero no es así.

Y en México, si alguien ha dejado eso claro, son los pueblos indígenas. Por ello, el EZLN apuesta a que lo político no esté arriba, que lo político se construya día a día desde abajo, porque sólo desde abajo se puede construir la diversidad, y la diversidad no puede existir más que en la autonomía.
En algún momento dado, a estas mismas decisiones se enfrenta todo movimiento social que permanezca: asumir los roles conocidos o inventar nuevas formas de hacer política, para poder seguir construyendo desde abajo, desde la diversidad y desde la autonomía.

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