viernes, 18 de septiembre de 2015

La gran transformación

Llevaba tiempo queriendo asomarme a este libro, "La Gran Transformación", de Karl Polanyi, del que me habían llovido referencias de mil y un sitios. Y aunque la lectura no es fácil para alguien lego como yo en temas económicos, coincido con quienes me lo habían recomendado que es una lectura imprescindible, más en un momento como el actual. Porque aunque el libro está escrito a mediados del siglo pasado señalando el naufragio de la aventura liberal, la actualización de ésta a partir de los años 80 hace que su análisis sea de lo más actualizado y pertinente (casi más que en su momento, diría yo, porque el neoliberalismo ha llevado esta doctrina hasta límites que antes no se habían alcanzado). Y si no, echad un ojo a estos fragmentos que señalan los efectos del liberalismo "en su pura esencia":

"Para asombro de los espíritus reflexivos, una riqueza inaudita iba acompañada inseparablemente de una pobreza también insólita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una ciencia que no dejaba ninguna duda acerca de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. En nombre de la autoridad de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del mayor número posible de hombres, adquirió el rango de una religión secular. 

El mecanismo del mercado se fortalecía y reclamaba a grandes voces la necesidad de alcanzar su culmen: era necesario que el trabajo de los hombres se convirtiese en una mercancía.

(...) 

Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual.

Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no ingerencia, como sostenían comunmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de ingerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.


(...)

En realidad, una calamidad social es, por supuesto, ante todo un fenómeno cultural y no un fenómeno económico que se pueda evaluar mediante cifras económicas o estadísticas demográficas.  (...) La causa de la degradación no es, pues, como muchas veces se supone, la explotación económica, sino la desintegración del entorno cultural de las víctimas. El proceso económico puede, por supuesto, servir de vehículo a la destrucción y, casi siempre, la inferioridad económica hará ceder al más débil, pero la causa directa de su derrota no es tanto de naturaleza económica cuanto causada por una herida mortal inflingida a las instituciones en las que se encarna su existencia social. El resultado es siempre el mismo, ya se trate de un pueblo o de una clase, se pierde todo amor propio y se destruyen los criterios morales hasta que el proceso desemboca en lo que se denomina el «conflicto cultural» o el cambio de posición de una clase en el seno de una sociedad determinada.

(...)

La enmienda de las leyes de pobres, aprobada en 1834, modificó la estratificación del país y determinados elementos fundamentales de la vida inglesa fueron reinterpretados siguiendo líneas radicalmente nuevas. La nueva ley de pobres abolió la categoría general de pobres, los «pobres» honrados o los «pobres laboriosos», términos despreciativos escupidos por Burke. Los antiguos pobres eran ahora clasificados en indigentes no aptos físicamente para el trabajo, cuyo destino eran las workhouses, y en trabajadores independientes que ganarían su vida trabajando por un salario. Apareció así sobre la escena social una nueva categoría de pobres totalmente nueva: los parados. Mientras que los indigentes debían de ser socorridos, por el bien de la humanidad, los parados no debían serlo por el bien de la industria. En este sentido, resultaba irrelevante que el trabajador en paro no fuese responsable de su situación. La cuestión no consistía en saber si el trabajador había conseguido trabajo o no, en el caso de que lo hubiese verdaderamente buscado, sino en que, a menos que el trabajador tuviese opción de elegir entre morir de hambre o ir a la aborrecida workhouse, el sistema de salarios se vendría abajo sumiendo así a la sociedad en la miseria y en el caos. Se reconocía que esto equivalía a penalizar a los inocentes. La perversión y la crueldad radicaban precisamente en emancipar al trabajador, con la explícita intención de convertir en una amenaza real la posibilidad de morir de hambre."

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