lunes, 19 de junio de 2017

Seguimos

El otro día tuvimos asamblea de ATD Cuarto Mundo España, en la que poder encontrarnos de nuevo quienes andamos embarcadxs en este compromiso colectivo de acabar con la injusticia y la violencia que supone la existencia de la extrema pobreza. Y nuevamente, como siempre, el diálogo con quienes viven situaciones más duras nos removió a todxs, poniendo encima de la mesa la impotencia y la frustración de ver cómo pese a toda la lucha que tratamos de sostener, las cosas siguen estando muy complicadas, en muchos aspectos más aún que antes, para quienes lo tienen más difícil para salir adelante. Una impotencia y una frustración que compartimos también quienes nos comprometemos a su lado, y que señala la urgencia ineludible de generar transformaciones reales... pero también el muro cada vez más reforzado y dispuesto a impedirlas.

Esto no es nuevo... Ya hace unos años escribia con dos militantes con experiencia de pobreza que la crisis fundamental a la que nos enfrentamos es una crisis de esperanza . ¿Cómo sostener entonces el compromiso, la lucha colectiva por una sociedad más justa? ¿A qué aferrarse? Y entonces me encuentro con este maravilloso texto de Marina Garcés en su "Fuera de Clase" y reconozco lo que nos sigue uniendo, lo que nos sigue permitiendo mantenernos en pie aún sin saber si nos atrevemos a mirar de frente al horizonte: la voluntad de exigir reconocimiento y dignidad a quienes son tantas veces golpeadxs, la experiencia de que la vida sigue resistiendo y creando aún en las condiciones más difíciles, la confianza y el cariño que impide que nos abandonemos unxs a otrxs y a nosotrxs mismxs. Contra toda esperanza, seguimos, compartiendo risas y llantos, empujando día a día los límites de ese "posible" que nos imponen para asfixiarnos.

Contra toda esperanza


Luchar para cambiar las cosas abre esperanzas, pero muchas luchas nacen de la desesperación. O de la necesidad. O del deseo. O de la alegría. O de la rabia. O de la dignidad. De hecho, si la determinación de cambiar las cosas dependiese de la esperanza, muchas luchas no se darían, no empezarían, se apagarían tan pronto sus resultados se encallasen y sus expectativas se desvaneciesen. Pongámonos en un caso extremo, el de las madres que luchan por la memoria de sus hijos muertos o desaparecidos en guerras o bajo regímenes dictatoriales: ¿qué esperanza pueden tener quienes han perdido toda esperanza, la más absoluta, que es la de recuperar en vida un hijo muerto? Precisamente porque no tienen ninguna, pueden dárnosla toda. Eso es lo que en el momento más oscuro de la historia reciente de Europa pensó Walter Benjamin, cuando decía que la única esperanza es la de quienes han perdido toda esperanza. No era una apología de la desesperanza, ni un elogio del fracaso. Apuntaba a un principio fundamental: que el sentido de la revuelta no está en lo que se espera conseguir sino en el daño que se quiere reparar. Reparar el daño no es restaurar la situación perdida o buscar una compensación. Una madre no podrá recuperar nunca a su hijo ejecutado. Es declarar inútil la derrota. Es declarar que la vida puede mantenerse en pie incluso allí donde todo está perdido. Desde este principio, en el que la esperanza puede transmitirse a pesar de no tenerla, se abre otra relación entre lo que somos y lo que es posible. 



Tradicionalmente, en cambio, la esperanza apunta a un futuro o a un más allá. El futuro es el del progreso. El más allá, el de la vida eterna. Dice la teología cristiana que  la esperanza es una virtud que solo Dios puede darnos. Por eso, conjuntamente con la fe y la caridad es una virtud teologal o infundida. Una virtud sobrenatural. El pensamiento utópico y revolucionario moderno desplaza esta expectativa a la idea de una sociedad perfecta. En los dos casos, la esperanza da sentido al tiempo vivido y al tiempo histórico desde un horizonte de salvación y de reconocimiento, donde la lucha entre los posibles que desgarran nuestras vidas quedaría del todo resuelta. El mundo contemporáneo no sólo nace de la muerte de Dios, sino de la renuncia al horizonte de la salvación. Renunciar a la salvación es rebelarse, también, contra toda condena. No seremos salvados porque no estamos condenados. El sentido de la lucha es el que tiene ahora, aquí, para nosotros. El horizonte lo desplazamos cada día, desafiando y empujando los límites que nos imponen la impotencia y la resignación. No estamos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco nos espera otro mejor al final del camino. Porque no hay camino. Lo que hay son deseos, objetivos, retos, alegrías, necesidades, desafíos. En definitiva, la latencia de lo que es inmediato. Un sentido de lo posible que, como escribió Ernst Bloch en los mismos años que Benjamín, solo puede ser despertado contra toda posibilidad.

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